El hylozoismo en la ciencia ficción
Hylozoismo es uno de esos palabros
griegos que asustan solo de verlos. Proviene de “hyle” (materia) y “zoe”
(vida) y viene a ser algo así como materia viva. La filosofía que lleva ese
nombre propugna que la materia tiene algo intrínseco que le permite actuar como
la vida animal.
Ya los filósofos milésicos, como Tales, en
el siglo VI a.C., intuían que la naturaleza era algo animado. De hecho, hay
trazas lingüísticas en lenguas como el indoeuropeo, que diferencian entre el
agua o el fuego como objetos animados o inanimados. La cosa viene ya de lejos.
Algunos filósofos, como Plotino o Baruch
de Spinoza, llevaron las cosas más lejos y dijeron que la materia no solo era
animada, sino que era Dios mismo y que este se encontraba en todas partes, lo
cual es la base del panteísmo.
En la ciencia ficción contemporánea,
esta idea tiene nombre propio: Gaia. La hipótesis Gaia es una teoría científica
seria propuesta por James Lovelock y posteriormente ampliada por Lynn Margulis,
según la cual la Tierra se comporta “como” un sistema vivo y es capaz de
autoregularse.
Por supuesto, todo ello ha derivado en
un montón de papanatadas new age según las cuales la Tierra “es” un ser
vivo, lo que, desde luego, nadie ha podido demostrar y me temo que se encuentra
más allá de la realidad.
Ahora bien, la ciencia ficción, no tiene
por qué seguir las normas científicas. Puede especular e incluso inventar e
imaginar. Así, Stanislaw Lem, nos presenta un planeta vivo, en “Solaris”
(1961), en su cruzada por convencernos que cualquier contacto con una
civilización extraterrestre sería tan raro que está condenado al fracaso.
También lo hace Isaac Asimov en la
continuación de la serie de las Fundaciones. Presenta la idea de Gaia,
un planeta vivo y sintiente, en “Los límites de la Fundación” (“Foundation’s
Edge”, 1982) y en “Fundación y Tierra” (“Foundation and Earth”,
1986), como colofón de la serie de las Fundaciones y de los Robots.
También presentará esta idea en una
novela que no forma estrictamente parte de dicho universo. Se trata de “Némesis”
(1989).
Pero no son casos aislados. Por ejemplo,
entre otras muchísimas ideas, Ian Watson nos presenta la idea de Gaia en su
atípico e incalificable “Visitantes milagrosos” (“Miracle Visitors”, 1978).
Y en el cine, no una, sino dos películas
de la serie de Star Trek (“La ira de Khan” y “En busca de
Spock”) nos hablan de un planeta vivo, más en la línea hylozoista que en la
línea gaiana, llamado Génesis y que ha sido creado artificialmente por un
dispositivo experimental de la Federación y que, naturalmente, acaba saliéndose
de madre.
De hecho, extraña que la idea no se haya
desarrollado mucho más, teniendo en cuenta lo atractiva que es esta y la
cantidad de consecuencias que de ella se pueden derivar, pero supongo que eso
de los planetas vivos se parece mucho a otra idea de Star Trek, los Borg
y eso ya pone más los pelos de punta.
Correlaciones: Radiación darwinista
Si habéis visto la serie de ciencia
ficción “Los 100” (si no, ya tardáis) habréis visto que uno de los elementos
que se proponen es que tanto los animales, como las plantas, como incluso los
seres humanos supervivientes que se han visto expuestos a la radiación derivada
de una guerra nuclear se han adaptado con una relativa facilidad al medio y
pueden vivir libremente en él.
En cambio, aquellos que han permanecido
escondidos en refugios nucleares, son especialmente sensibles a la radiación y
no pueden volver al medio natural sin protecciones especiales.
¿Ficción o realidad?
Pues más bien lo segundo. Se han hecho
un montón de estudios sobre la fauna de los alrededores de la central nuclear
de Chernóbil, que a finales de los ochenta del siglo XX sufrió un grave
accidente nuclear que comportó la emisión al exterior de material radiactivo
muy peligroso.
Curiosamente, la naturaleza campa a sus
anchas en los alrededores de la central. Los animales se han adaptado a la
radiación y prosperan tranquilamente en un ambiente poco menos que idílico, al
estar casi vacío de seres humanos.
¿Por qué no iba a ser así? Si se han
encontrado bacterias que son capaces de vivir en las inhóspitas condiciones del
interior de un reactor nuclear en funcionamiento…
De alguna manera, los seres vivos de
adaptan. Se desarrollan nuevos mecanismos para proteger de la radiación el
material genético y los seres vivos proliferan. ¿Cómo es esto posible?
En primer lugar, me temo que hemos
exagerado el daño que puede causar la radiación. Esta puede matar a corto
plazo. Pensemos que uno de los elementos radiactivos más peligrosos que se
liberaron a la atmósfera es el yodo-131. Se acumula en la tiroides y es fatal.
Pero tiene una vida media de ocho días. Eso quiere decir que, cuarenta años
después, no queda casi ni rastro.
En cambio, a largo plazo, una pequeña
fracción de seres desarrollan defensas de manera aleatoria. Son los que
sobreviven, transmiten esas características a sus descendientes y prosperan. Ni
más ni menos que la evolución darwinista en acción. Los que mejor se adaptan al
medio son los que sobreviven y lo conquistan.
Lo curioso es que a veces pensamos que
la evolución es una cosa que sucede al cabo de millones o almenos de miles de
años, cuando posiblemente sea mucho más rápida. Todo depende de cuánto tarde un
ser vivo en reproducirse.
Un ciervo, que vive varios años hasta
que se reproduce, tendrá una evolución mucho más lenta que un gusano, que tarda
unos pocos días. Algunos gusanos nematodos se han adaptado sorprendentemente
bien. Y una determinada especie de rana, ha dejado de ser verde para pasar a
ser de un color oscuro. Puede que la melanina las proteja mejor de la
radiación.
Y no hablemos ya de virus i bacterias,
como bien hemos podido comprobar últimamente con la pandemia de covid-19 o cada
año con las cepas estacionales de gripe común (y a veces no tan común), que
mutan a grandes velocidades.
La radiación es un factor más en la
carrera evolutiva. De hecho, la acelera, ya que provoca mutaciones con gran
rapidez. La mayoría no serán viables, pero unas pocas resultarán interesantes.
Recuerdo un relato de ciencia ficción
muy antiguo, de antes de la Edad de Oro (“El hombre que evolucionó”, “The
Man Who Evolved”, 1931), en que se utilizaba la radiación para producir
seres humanos mutados casi en tiempo real. No tenía mucho sentido, ya que
entonces no se conocían bien estos mecanismos. Pero entre eso y tener que
esperar millones de años, está la realidad.
Correlaciones: Chamuscando
Un niño canadiense de doce años, Brender
Sener, ha saltado a la fama por haber construido una réplica a escala del arma
con que supuestamente Arquímedes luchó contra los romanos en el sitio de
Siracusa.
Cuantan las fuentes clásicas, que en el
año 214 a.C., la ciudad de Siracusa, antaño aliada de Roma, cambió de bando en
plena guerra púnica y se alió con Aníbal Barca. Los romanos, como era de
esperar, no se lo tomaron demasiado bien y enviaron una flota de barcos,
comandada por el general Marco Claudio Marcelo a poner las cosas en su sitio.
Pero los romanos no contaban con que lo
siracusanos habían reclutado a una de las mentes más brillantes de su tiempo
para ayudarles en su defensa: se trataba de Arquímedes. El que gritó ¡eureka!,
sí.
Parece que el griego diseñó todo tipo de
máquinas de guerra, a cual más jodida y se las hizo pasar canutas a los romanos
y que estos se ponían a temblar cuando veían que algo asomaba por las murallas
de Siracusa. Se cuenta que una de ellas se basaba en unos espejos gigantes con
los que concentraba los rayos solares e incendiaba desde la distancia los
barcos romanos.
Muchos historiadores han creído durante
bastante tiempo que se trataba de una simple leyenda, que los siracusanos no
tenían una tecnología tal. Pero, ahora, Brender Sener, un estudiante de
secundaria de Ontario ha construido un modelo a escala de la batalla y parece
ser que los espejos funcionan y son factibles.
De hecho, no tiene nada de raro, porque
algunas centrales solares funcionan así y de hecho, resulta hasta increíble que
nadie lo hubiese comprobado antes. Almenos, públicamente.
La ciencia ficción, por eso, se adelantó
a Brender. Almenos hay dos relatos en que se utilizan concentradores de rayos
solares. Uno con finalidades “destructivas” en “Un ligero caso de insolación” (“A
Slight Case of Suntroke”, 1962), contenido en la antología “Relatos de
diez mundos”, de Arthur C. Clarke y el otro con el fin de obtener energía,
en “Cual plaga de langosta”, (“Like Unto the Locust”, 1979), contenido
en la “Trilogía del Reverendo Hake”, de Frederik Pohl.
Seguro que habrá más ejemplos, pero yo
conozco estos dos.
En fin, nuevamente tendremos que decir aquello
de timeo danaos et dona ferentes (desconfía de los griegos y de los
regalos que ofrecen), esta vez, no en forma de caballo de madera, sino con
forma de espejos chamuscabarcos.
The Expanse
Finalmente, me he acabado de ver la
sexta y última temporada de la serie de ciencia ficción “The Expanse”
(traducible como “La inmensidad” o “La extensión”, según los gustos).
Reconozco que la última temporada me ha
costado un poco de visionar y que el proceso ha sido algo fragmentario, pero la
cosa se anima bastante al final. Y no me refiero a las ensaladas de tiros, que
no me suelen gustar demasiado y que me ponen algo nervioso.
No sabría decir de qué va la serie. Es
difícil de resumir. Podríamos afirmar que es la evolución de las relaciones
entre los interianos (los habitantes de la Tierra, la Luna y Marte) y los
cinturonianos (los habitantes del cinturón de asteroides).
Montones de tramas, conflictos, ideas…
una mezcla de space opera, batallitas del espacio, detectives, ideas más
o menos clásicas de la ciencia ficción, distopías, alienígenas y un montón de
cosas más. Algunas de ellas rozando lo surrealista o casi lo mágico, aunque ya
sabéis lo que dice la tercera ley de Clarke: “Cualquier tecnología lo
suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
Los cambios de escenario son constantes.
Aparecen muchísimos personajes, de los cuales, sobreviven muy pocos hasta el
último capítulo. Mi favorita, la secretaria general de la ONU, Chrisjen
Avasarala, aunque creo que quien mejor actúa es el malvado Marco Inaros, a
quien te entran ganas de estrangular en múltiples ocasiones.
La serie evoluciona muchísimo desde la
primera temporada y de hecho, esa es una de sus características definitorias:
el cambio constante. Cada temporada, aunque mantiene universo y personajes, es
muy diferente de las restantes.
Así, vamos saltando de los mundos
exteriores, a los del Cinturón, a Marte y a la Tierra. Y de premio, a otros
mundos más allá del sistema solar, a través de una especie de puerta estelar
más bien rarita.
Y por supuesto, el delirio de la
protomolécula, que se va moderando casi hasta desaparecer en las últimas
temporadas, pero que en las primeras es algo obsesiva.
Incluso los personajes principales
desaparecen o evolucionan profundamente y pasa un poco como en “Juego de
Tronos”: no te encariñes de nadie porque puede que desaparezca cuando menos te
lo esperes.
Como ciencia ficción es interesante por
la enorme cantidad de ideas de maneja. Ninguna especialmente innovadora (salvo
quizás la de la protomolécula, que no deja de ser una especie de deus ex
machina que sirve para todo), pero todas ellas interesantes.
No hay naves translumínicas, la falta de
gravedad se nota, las aceleraciones a varios g tienen sus consecuencias, las
leyes de Newton se conservan y el aire y el agua en el espacio valen su precio
en oro. Además, las comunicaciones y las armas son normalitas y muy creíbles.
Nada de fásers, warps ni fototorpedos.
A pesar de ello, todo es muy futurista a
la vez que algo sórdido y decadente. La serie tiene ese punto derrotista: la
vida en la Tierra no es maravillosa y en los mundos espaciales es aún peor. La
guerra y el sojuzgamiento del fuerte versus el débil sigue siendo algo común y
los problemas se arreglan antes a tiros que en las mesas de negociaciones.
Mi valoración general es bastante
positiva, ya que no es tampoco una serie clásica y de entre sus múltiples
planteamientos, seguro que alguno habrá que os gustará más.
La serie se canceló en su sexta
temporada. De momento no parece que vaya a haber continuación. La trama quedó
suficientemente conclusa como para aceptar un final, pero suficientemente
abierta como para continuarla.
De hecho, se basa en una serie de
novelas del autor James S. A. Corey, que sí que continúan la trama en el
futuro. Será cuestión de esperar a ver qué pasa. De momento, puedo decir que es
una gran serie de ciencia ficción digna de ser vista.
Correlaciones: Cachivaches
Cada dos por tres, aparece alguna
noticia en prensa que anuncia el descubrimiento de un nuevo dodecaedro romano
en algún yacimiento arqueológico.
Los dodecaedros son piezas, generalmente
metálicas, pero también pueden ser de otros materiales, con forma de
dodecaedro, como su nombre indica, que no tenemos ni la más remota idea de para
qué servían.
Las fuentes clásicas escritas no los
citan, así que solo podemos echarle imaginación. Se han propuesto todo tipo de
posibles usos: dados, soportes de los mástiles de las legiones, objetos de
culto sagrado, lámparas, etc., pero ninguna de las explicaciones ofrecidas
parece acabar de cuadrar.
¿Qué demonios son y para qué servían?
Solo sabemos que parece que sus propietarios los tenían por valiosos, pues
suelen aparecer junto a monedas u otros objetos de valor.
Este tipo de cachivaches me recordaron
muchísimo a los que aparecen en la novela “Portico” (Gateway,
1977), de Frederik Pohl. Una antigua y enigmática civilización extraterrestre
-los Heechees- ha dejado por todas partes una serie de aparatos que nadie sabe
para qué servían y a los que se les han dado nombres más o menos metafóricos,
como pasa con nuestros dodecaedros romanos. Mención especial para los
“molinillos de la oración”.
Supongo que si una civilización
extraterrestre del futuro escudriñase en un yacimiento humano también se
encontraróa objetos raros de los que, por su simple aspecto, difícilmente
podrían ser capaces de averiguar su función.
También es cierto que pocas cosas
sobrevivirían al paso de los siglos. Objetos de plástico, tal vez, y algunos
objetos de metales más o menos resistentes. Probablemente, las cosas que menos
podríamos imaginar.
Si ya no somos capaces de averiguar para
qué sirven los dodecaedros romanos y apenas tienen dos mil años y forman parte
de una cultura predecesora de la nuestra, imaginad el abismo con objetos
alienígenas, tal vez separados de nosotros cientos de miles o millones de años,
de una cultura que no tendría nada qué ver con la nuestra.
Pero bueno, si para algo sirve la
imaginación es para ofrecer respuestas creativas y para cubrir esos abismos que
a veces se abren en el mundo real.